El siguiente escrito es unas transcripción de un artículo publicado en la revista Despertar Vallecaucano N° 78 de mayo de 1985.
Los ricos de Cali querían ser los primeros en adquirir todos los artefactos y elementos que llegaban de ultramar. Primero fueron los piano Baldwin de cola, de los cuales no podía carecer ninguna familia que se respetara, luego las pianolas, las ortofónicas que vendía don Federico Burkhardt y la firma "Palau y Velásquez", los radios que llegaban al almacén de don Francisco Calderón Pérez y finalmente los automóviles que representaban en Cali don Alfonso Vallejo, Palau Velásquez, R. Arboleda & Cia y Aristizábal y Piedrahíta.
La historia de la llegada de los primeros automotores a Cali es una crónica tan regocijante y divertida que con gusto dejamos que el célebre escritor caleño Andrés J. Lenis nos la narre con todo su salero y su estilo fresco y peculiar. Dice así don Andrés:
"En el año de 1913, Jorge Zawadsky hizo un viaje a la costa del Atlántico, con la iniciativa de negocios que iba a desarrollar en acuerdo con con Emanuel Pinedo. En estos principiaban a introducir a Barranquilla algunos automóviles, y Zawadsky guiado por su temperamento practicó y emprendedor, concibió la idea de adquirir un aparato de aquellos para traerlo a Cali, donde él pensaba que se podía realizar algo de progreso e interés de cooperación con tan admirable maquina. En efecto Zawadsky compró un automóvil marca "REO", y lo hizo desarmar para facilitar el transporte, porque el ferrocarril sólo venía entonces hasta Córdoba, y no se podía pensar en que el carro viajara por sus propias ruedas en el camino que existía entonces,, construido únicamente para el transito de caballerías, como lo indicaba el nombre: Camino Nacional de Herradura.
Zawadsky hubo de venirse a Cali, provísto asimismo de un mecánico o un chofer para que armara y manejara el automóvil porque en esta villa nadie entendía de tales cosas, y apenas de oídas se tenían noticias de la existencia de tales vehículos, considerados en ese entonces de peligrosísimos y casi fantásticos. El sujeto para manejar el carro fue un francés; y cuando el piloto llego aquí todos le veíamos la cara con estupefacción, como a un raro animal.
El automóvil llegó a la ciudad y produjo un entusiasmo loco en todos los habitantes de la villa, cuando lo vieron rodar airosamente por su propio impulso, y manejado como un caballo, por el mecánico, quien iba tranquilamente sentado en la parte delantera del coche, moviendo unos fierros y dándole la vuelta a una rueda.
Se hicieron verdaderos milagros para obtener que el automóvil recorriera algunas calles, porque éstas tenían pisos terriblemente desiguales en toda su extensión longitudinal y por el centro las recorrían los caños de aguas negras, que además de ser un atentado contra la salubridad pública, imposibilitaban casi por completo la movilidad del carro.
Los señores que en ese tiempo mandaban aquí en la banca y en el comercio, se apresuraron a imitar a Zawadsky y se resolvieron a gastar unos pesos en la compra de otro automóvil. En este asunto fue factor decisivo Jorge Pineda, que era también sujeto activo y de iniciativas progresistas. Al efecto hicieron una especie de "vaca" para la compra del aparato. Ya en ese tiempo estaban dados al mercado mundial los automóviles de la marca Ford, y los nuevos empresarios tuvieron noticias de que éstos eran lo más baratos y los que menos gasolina consumían gasolina. Se resolvieron comprar un Ford y reunieron la plata para dar ese trascendentalísimo paso. La compañía fue integrada por los señores Pepe Restrepo, Jorge Pineda, Gonzalo Lourido, Pedro Plata, Ulpiano Lloreda y otros. El automóvil fue traído hasta Yumbo en el ferrocarril y desde allí lo puso en marcha, por un malísimo camino el mecánico Jerónimo Castillo. Pero tal señor no entendía ni jota del manejo de automóviles y el esfuerzo llevado a cabo por él, diciéndose a traer el aparato desde Yumbo hasta la ciudad debe considerarse como un acto de verdadero heroísmo.
Cuando Castillo llegó a la Plaza de Caycedo con su vehículo, el contento de los socios fue celebrado con libaciones extraordinarias de brandy, y varios de los interesados se apresuraron a tomar asiento en el coche para disfrutar, los primeros, de las delicias exquisitas de la locomoción rápida. En efecto subieron al automóvil Jorge Pineda, Ulpiano Lloreda, Luis R. López, Jorge Lourido y Enríque Otoya. En ese momento ninguno de ellos se hubiera cambiado por el Rey de Inglaterra.
Don Enríque Otoya creía en Dios y confiaba en la capacidad del mecánico Jerónimo Castillo. Y, en verdad, Castillo tenia buena preparación en el manejo de maquinas de toda clase, y era un sujeto reposado y de clara inteligencia, pero el manejo de un automóvil requiere que el conductor además de los conocimientos teóricos posea alguna práctica para la conveniente atención de los diferentes detalles que la maquina reclama. Don Jerónimo jamás había tomado en sus manos la rueda de un coche de gasolina y cuando el "chuzo" se hundió bajo la presión de su pie, aquel endemoniado aparato salió disparado con una velocidad verdaderamente vertiginosa.
Los pasajeros estaban felices y daban vivas al progreso, sintiéndose llevados por aquella suavidad de que jamás tuvieran antes la más leve idea. El chofer, sin acertar aún a controlar esa rápida tremebunda, que de segundo en segundo se hacia más arrebatadora, concretaba todos sus empeños en conservar la dirección del aparato, dándole a la rueda los giros necesarios para que siguiera el carro volteando alrededor de la Plaza de Caycedo, lugar donde se hacia el trascendental ensayo. Pero llegó un momento en que la velocidad fue superior al control impreso por Castillo a la rueda directriz, y sucedió lo inevitable: el automóvil dio un vuelco verosímilmente espectacular, y se estrello contra el costado oriental de la plaza, en la forma mas aparatosa que pueda imaginarse, en la misma puerta del establecimiento de heladería y cantina que llevaba el nombre de frigidísimo de "La Flor de Nieve". Los que estaban presenciando aquello no ofrecían, en el propio instante del suceso, un solo céntimo por la vida de los pasajeros del automóvil volcado; pero Dios que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, los dejó a todos en la tierra algunos días más vivitos y coleando, para contar la historia de la famosa voltereta.
Don Ulpiano Lloreda, don Luis R. López y don Jorge Pineda salieron del lance bastante golpeados, pero como he dicho, ninguno fue sepultado en aquella vez."
Hasta aquí don Andrés J. quien nos informa sin lugar a dudas los nombres de los primeros propietarios de automóviles que hicieron sonar sus motores y sus bocinas en el apacible Cali de 1913. Y tenia que ser don Alfonso Vallejo González, un hombre joven, dinámico y de gran capacidad de creación el afortunado poseedor del tercer carro, tal como lo narramos en un libro anterior. "Y un día... en punta de Yumbo, hoy Puerto Isaac, parecieron en descomunales cajas de madera las partes de un vehículo automotor que habían sido trasladadas en góndolas del ferrocarril hasta el terminal de la Cumbre, que era la población hasta que llegaba la vía férrea que se construía desde Buenaventura, y de ahí descendia cuesta abajo por Cresta de Gallo hasta el pequeño puerto sobre el Cauca. En uno de los barcos del río se trasladaron hasta Cali y al poco tiempo, una ves ensambladas, circulaban por nuestras calles un flamante Lincon-Ford que fue el tercer automóvil que holló las empedradas y en parte pavimentadas calles de la primitiva ciudad".
Los automóviles 4 y 5 que se matricularon en Cali los trajeron en su orden don Jorge Cucalón y don Jorge Pineda, correspondiéndole el numero 13 al ingeniero don Francisco Ospina Bernal, el 10 a don Pablo García, el 7 a don Luis Alberto Giraldo y el 81 a don Ismael Hormaza, rico y destacado comerciante de la ciudad.
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